jueves, 9 de mayo de 2013

Hoy temprano

Hoy temprano
de Pedro Mairal


"Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.

El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagián.

Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer, queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.

Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.

Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.

Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.

En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.

El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos Wild horses y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.

Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con cinturón de seguridad. Los tres atados.

Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás."
 
 
 
  Como ya está mas que comprobado, no soy de ponerme a escribir. Y como hace mas de un año que tengo esto abandonado, decidí traer un cuento que me gustó mucho del genial Pedro Mairal, para el disfrute del viajero perdido (o equivocado) que pueda caer por acá.

jueves, 16 de febrero de 2012

Primero, no experimenté ninguna sensación

En honor a este resfrío endemoniado que me tiene a mal traer (y mal respirar), voy a citar al genial Roberto Fontanarrosa, de su libro "El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos"

Y dice así:

Testimonios I

"PRIMERO, NO EXPERIMENTÉ NINGUNA SENSACIÓN"

Yo caí en la droga a los 18 años. Mentiría si digo que por ese entonces tenía algún problema familiar complicado, o sensaciones de disconformidad o rebeldía. Pero sentía, sí, muchas veces cuando estaba en mi casa con mi familia, con mis padres, una sensación de ahogo, de falta de aire.
Recuerdo que fue mi hermano mayor, Miguel, el que me inició en la cosa, y sinceramente, no sé si condenarlo o no, por esa causa. Éramos muy unidos con Miguel y yo sé positivamente, que todo lo que él hacía por mí lo hacía por mi bien.
Una tarde de lluvia yo estaba en mi habitación y sentía de nuevo esa particular sensación de asfixia. Yo creo, lo he creído siempre, que la especial sobreprotección a laque me sometían mis padres por ser el más chico, no influía en eso. Todos los límites, todas las prohibiciones, toda la enfermiza atención que, especialmente mi madre, depositaba sobre mí, no influía en mi casi permanente ahogo. La cuestión es que Miguel se asomó por la puerta de mi pieza y me llamó. "Vení" me dijo, y me llevó para su pieza. Cuando entramos, cerró la puerta y fue hasta uno de los cajones de su cómoda, lo recuerdo bien. Buscó bajo unos papeles, algunas carpetas (Miguel guardaba recortes de carreras de caballos, siempre le gustaron) y sacó un pequeño gotero plástico, color verde claro tapado con una tapa blanca estriada. "Date con esto" me indicó, mientras me lo alcanzaba. Yo, algo desconfiado, fui al baño y me largué un buen chorro en la fosa derecha de la nariz y enseguida otro en la fosa izquierda. Primero no experimenté ninguna sensación. Quedé, eso sí, con la cara hacia arriba, mirando el techo, cerca de un minuto. No pasaba nada. Cuando bajé la vista hasta enfrentarla con el espejo del botiquín, una gota resbaló desde la nariz casi hasta la boca. Pero el resto de la dosis ya se había metido hacia adentro.
Fui a mi habitación algo desilusionado, lo reconozco, y me senté a esperar. Puse música. No pasaba nada. Seguía sintiéndome embotado, algo me presionaba los tímpanos desde adentro y respiraba dificultosamente por la boca. Mientras esperaba leí las pequeñas letras negras impresas en el gotero: "Lidil adultos" decía. Me dio bronca. Me acosté en mi cama y me zampé dos buenos chorros de nuevo. Cerré los ojos y esperé. Me acuerdo que había puesto "Pirámide" de Pink Floyd. Y de repente, sucedió.
Algo se perforó, en algún lugar de la membrana mucosa comenzó a abrirse un agujero, un canal y por primera vez después de largos días una porción de aire helado me refrescó la garganta. Creo que fue una de las sensaciones más hermosas de mi vida, y eso que yo viví el Mundial.
Me mantuve en éxtasis, tirado en la cama y sólo me levanté para dar vuelta el longplay de Pink Floyd un par de veces. Me daba la impresión que los pulmones podían llegar a reventar y hasta el cerebro se me antojaba despejado y lúcido, cosa extraña, dado que ésas no parecen ser sus características habituales, según mi padre. Y fue mi padre el que entró en la habitación y me encontró así, con los ojos llorosos. Tuve que decirle que la música me ponía así. Me apagó el tocadiscos, pero no me dijo ni sospechó nada.
De allí en más, nunca salí a la calle sin mi gotero de "Lidil 10".
Tampoco podía conciliar el sueño si el pequeño bidoncito verdoso no estaba detrás del reloj en mi mesa de luz. Me invadía una sensación de paz, de regocijo, tener la certeza de que, aún en la oscuridad, podía estirar la mano y tocarlo. Hubo noches en que me lo olvidé en el baño, creo que fue en mis épocas de exámenes, cuando yo tenía la cabeza en otra cosa. Recuerdo haberme levantado en noches de invierno, y haber cruzado el patio descalzo, sintiendo el hielo que me trepaba hasta las rodillas, para recuperar el gotero olvidado en el botiquín del baño. La perspectiva de pescarme un resfrío me alegraba aún más ya que eso me obligaría darme permanentemente dosis de"Lidil". Cuando regresaba a mi cama y devolvía el gotero a su puesto de custodia tras el reloj, me dormía como si estuviese protegido por el ángel de la guarda. Creo que desde que estudiaba el catecismo para tomar la primera comunión no experimentaba sensación de beatitud similar.
La que me convenció de saltar al "Dísel" fue Leonor. Era una chica que conocí estudiando inglés en la Cultural. Parece mentira pero los jóvenes que van a esos centros de estudios superiores son los que más fácilmente caen en la cosa. Como los de las clases muy acomodadas. Será por el aire acondicionado.
Con Leonor habíamos ido un día a tomar un café después de la clase y ella se obstinó en explicarme el real significado de la palabra "enough". Yo accedí porque tenía el secreto propósito de llevármela a la cama. Pero ese día yo había olvidado mi gotero de Lidil y ella notó mi nerviosismo cuando yo metí un pie en su té con limón. Tuve que explicarle mi problema (por otra parte yo respiraba con una dificultad tan angustiosa que a duras penas pude disuadirla de que me hiciera respiración boca a boca). Ella sonrió, sacó de su bolsón un frasquito y me dijo: "Anda al baño y date con esto". Y me dio el Dísel. Nunca más volví a probar el Lidil. El Dísel me perforó la tráquea como una catarata de ácido. Fue hermoso. Cuando salí del baño aún el efecto de esas gotas me hacía contraer todos los músculos de la cara en visajes y tics de lo más extraños y me saltaban lágrimas de los ojos.
Pero al poco tiempo el Dísel me resultaba poco fuerte. A pesar de que tenía la garganta como una lija y las raíces de mis incipientes bigotes se habían quemado como pasto tras la escarcha, mi membrana nasal me pedía, me rogaba por algo más virulento.
Una tarde, desesperado, me metí en una farmacia a pedir algo que me calmase. Me echaron, porque la farmacia estaba de turno y yo había atravesado la puerta de cristal destruyéndola. Cómo sería mi ansiedad que no me había dado cuenta de eso. Allí me asusté por primera vez; podía haberme cortado. Pero no fue todo mala suerte, el cadete de la farmacia me había visto y seguramente se había percatado de mi aspecto de desesperado y mis labios resquebrajados. No había caminado dos cuadras cuando estuvo a mi lado, con la bicicleta de reparto. Empezó por ofrecerme manteca de cacao para los labios, me dijo que estaban haciendo una promoción.
Pero luego me ofreció un "activo descongestivo rinofaríngeo" e hizo brillar bajo mis ojos un frasco de "Renevadrón 101 Mayores". Ni sé cuánto me cobró. Pero creo que después de eso se compró una moto. Me pegué con el "Renevadrón" y comprendí que todo lo que había consumido antes era juego de niños. Sentí como si me aspirasen las entrañas, como si me dieran vuelta con los intestinos hacia afuera. Me parecía tener el doble de capacidad pulmonar y flotar en el aire como un globo. El aire que penetraba en turbión por mis fosas, entraba como chiflete por la tráquea y ésta, sensibilizada, respondía con una picazón que me hacía carraspear como un camello. También tosía. Pero la sensación era fenomenal.
Llegué a consumir 22 frasquitos de "Renevadrón" por día. Hubo noches en que llegué a sacar el cuentagotas cobertor y me mandaba el líquido así nomás, salvaje por la nariz. Pasé meses alucinado, buscando un pomo de goma, que mi hermano mayor (no Miguel, sino Antonio) guardaba de antiguos carnavales. Por suerte se le había podrido la goma un día que lo dejó al sol y no servía. Ahora pienso lo terrible que hubiese sido si me hubiese sido factible esa disciplina.
Todo se descubrió un día en que se me había terminado el "Renevadrón" y ni siquiera tenía un pañuelo limpio cerca. Recordé que un médico me había dicho que el jugo de naranja era un buen paliativo para los procesos de resfríos. Exprimí una docena de naranjas y con una sonda me la di por las fosas nasales. Eso es lo último que recuerdo. Después vino el tratamiento, las lavativas y todo eso. Ahora lo cuento con cierta objetividad, pero cuando recuerdo aquellas épocas, no puedo menos que estremecerme. Hubo algunos que no tuvieron tanta suerte como yo. Como el caso de un amigo que llamaré Jorge para no hacer conocer su verdadero nombre, que empezó con las gotas nasales y terminó haciéndose la cirugía estética en la nariz. Ahora se ha alejado de la droga pero parece Elizabeth Taylor con el físico de Richard Burton.
O el triste final de Jorge II (tampoco es su nombre verdadero pero no se me ocurre otro nombre supuesto) quien comenzó combatiendo el resfrío con pastillas anticongestivas. Luego se sumergió en el terrible mundo de las "Sen-Sen", pasó a las de eucaliptus y ahora los masticables le han hecho pedazos la dentadura.
Yo al menos, pude rehacer mi vida y enfrentar el futuro con cierta seguridad y solvencia. Eso sí, sigo resfriado.


En este momento, yo me encuentro en la etapa "Disel" (o Dazolin, que es lo mismo), pero no descarto todavía la sonda de naranjas exprimidas, si esto sigue así...

miércoles, 18 de enero de 2012

Otra vez SOPA

Como todos deben saber, ya que se esta hablando bastante del tema en los medios y sobre todo en la internet misma, en yankilandia se esta tratando una ley denominada SOPA (Stop Online Piracy Act), que en realidad, lejos de querer frenar la piratería, lo que busca es tener control total sobre la red de redes a favor de los propios intereses de las empresas. No voy a profundizar mucho sobre el tema, porque ya esta bastante bien explicado en la red. Para el que todavia no se entero de que se trata, recomiendo leer la versión simplificada que puso Milton ayer en su blog.

En el día de hoy, varios sitios muy importantes a nivel global, como la wikipedia, mozilla, reddit, etc. están "apagados" en protesta a esta medida.

Y por eso, desde este humilde espacio y en forma de adhesión a la protesta, este sitio va a estar "apagado" también...

Bue, no lo voy a apagar, porque no tengo idea de si se puede hacer eso en blogspot sin borrar la cuenta... pero como es poco probable que alguien pase por aca y lea esto, es casi lo mismo :P

En todo caso, que quede claro que desde este mínimo espacio de opinión personal, estoy en contra de estas medidas de restricción desmedida (?).

Esperemos que ni esta ley ni las que la puedan seguir con el mismo objetivo prosperen. Esperemos que alguien en la posición adecuada todavía tenga la mínima decencia de proteger la libertad de los usuarios en lugar de a las corporaciones. No es que le tenga mucha confianza, pero dicen que la fe es lo ultimo que se pierde... veremos...

Ps. no me funcionan los acentos, en el texto faltan por todos lados... ya se... no estoy muy feliz con eso tampoco...

Mas info en medios locales:
Blog de Fabio 2
Que la pases lindo
Acceso Directo

martes, 9 de agosto de 2011

Asi estamos

Como anticipé la última vez que anduve por acá, me casé, me fui a Europa y volví. No voy a hacer un gran review de todos los lugares por los que anduve, porque para eso leen el blog de Fabio, que no solo sabe hacer reviews como la gente, sino que coincido casi completamente con lo que dice. Y si no coincido está aclarado en los correspondientes comentarios.

Para hacer un resumen (MUY resumen) voy a decir que ir a Europa vale cada moneda invertida, por mas que el cambio duela (y duele con ganas). Lo bueno es que vivir allá no es caro, ni siquiera con el cambio, lo complicado es llegar nomas... y quedarse todo lo posible :D

Debo recomendar particularmente Francia y sobre todo París. Si bien iba con una idea (de cosas que me habían contado, leído, etc. el famoso vox populi), los franceses se encargaron de desmentir todo lo que se dice desde lejos. Son muy agradables con los turistas aunque uno no tenga ni puta idea del idioma, y las ciudades son increíbles. Desde París hasta el mas minúsculo de los pueblitos de la campiña. Incluso son mas limpios de lo que se cree comúnmente (mas que unos cuantos lugares de Europa).
Demás está decir que hay castillos por donde se mire, y sobre todo (MUY sobre todo) tienen unos quesos que dejan a los famosos suizos hablando boludeces por el camino. Y si se acompañan con una (o varias) buena(s) cervecita(s) belga(s)... bue... en fin...

Y así estamos, de vuelta a Buenos Aires, de vuelta a la oficina, de vuelta a la rutina... pero me quedo con muchas ganas de volver, espero que pronto, espero que por mas tiempo... bastante mas tiempo...